Hace un buen tiempo
me quedé sin qué decir,
y esto que digo
no debería ponerse en duda
aunque no haya dejado de
sonarme la voz o la cola de cascabel
cada vez que haya rugido la amenaza
-bendita pandemia, dice la muerte, desde
la abundancia de su buffet-
la verdad es que
tengo en el pecho una laguna;
de su fondo, hondo,
sube un pasmoso y lúgubre silencio,
y una queja aúlla vapores metálicos
sobre la visual de la superficie
como un espinoso tapete de larguísimo llanto
por el que va caminando una
interminable procesión de palabras,
todas ellas, vestidas de luto
no es la mudez del despreciado
ni el mutismo de la violentada;
no es la reserva del cauteloso
ni el desconsuelo del doliente;
hay en la garganta
-de todo el que tiene garganta-
un hilo de aire haciéndose nudos,
un grito brutal apretado, atorado;
hay una mueca en el rostro de la vida que,
con los ojos cansados y llenos de lágrimas,
va sonando como puede y diciendo:
¡maldita pandemia, por fin muérete!
Irma Pérez
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