Es domingo, y el sol de este día no dejó rastro tibio en su última hora. La noche fría es continuidad de lluvia y más lluvia. Tras los cristales caen cortinas de agua que contra las superficies suenan como una orquesta sinfónica melancólica y sentimental. La fecha es aún Noviembre, pero a éste sólo le quedan tres toques de diana y ni uno más para irse con un trozo de la historia del mundo que va resultando apretada, rara y opaca en su recuerdo. Hace algunas noches -desde octubre- la Navidad con todo y su ambiente festivo, llegó como una realidad forzada, anticipada y visible a mostrarse en las vitrinas y en las casas; como una ilusión que se despierta temprano a halar y enrollar el hilo de un tiempo al que hay que encontrarle pronto la punta, sabiéndolo imprevisible, laberíntico, redondo, aparentemente interminable y complejo como la cinta de Moebius.
Pero, no es el tiempo con sus nombres el que hace, el que cuenta la historia, el que la decide y la termina; somos nosotros los que hacemos el tiempo, los que lo batimos, lo horneamos y consumimos; como este momento que, gracias al frío y a la intensa lluvia no ha pasado indiferente, desabrido ni vacío; sin escribirlo.
Esta noche, el eco de la lluvia parece lavar el sonido ambiguo que deja el golpe de la incertidumbre. Quién lo diría... Por eso, no sirve querer parar la lluvia o el frío con ansiedad en el deseo; porque nunca se sabe si puede haber otra manera de saber, todo lo que uno puede hacer mientras afuera llueve.
Ya dejó de llover.
I.P.
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