Claro que es bastante preocupante acomodarse a este mundo, conformarse con el habitual malestar diario tras el titular de turno pues, ya se sabe que luego, lo que sea, se minimiza con pildoritas de colores y otros guiños solapados de la bufonada mediática. Nada raro sería ya que, por pura costumbre, se haya quedado anestesiada la conmiseración o que haya crecido desproporcionadamente un callo sobre el callo de la desidia, de tanto usarla. Nada raro.
¿No será esta es la verdadera pandemia?, me pregunto, y en seguida me contesto: Esta es, la que al final nos matará a todos con todo y el último palito. Y no la actual, para la que sí se pensó en vacuna; en algo se pensó. Sí, esta es la virulenta que, de lenta, nada; la más contagiosa, la más cruel, la más letal enfermedad de la humanidad lejos del cáncer. Pero la humanidad está acomodada y conforme, adaptada al malestar del ojo y del estómago; ajustada a su suerte y a sus cifras de muertes; acostumbrada a una realidad degenerada en sus conceptos, deformada en sus preceptos, sin ápice de alegría ni de Amor. ¿Amor? Amor. "Amor", van y buscan la palabra en el diccionario porque, aunque no se crea, muchos no saben qué es, no le conocen. Igual, luego no la acuñan o la acogen en sus vidas porque hay gente vieja desde los siete años que siendo adultos no tienen recuerdos de haber estrenado alguna juventud. Eso es desamor, ¿sabe?, la ausencia absoluta de amor.
Así las cosas, difícil está que este mundo se dé cuenta de la piedad que se debe a sí mismo por el abandono y el inminente desahucio; que se dé cuenta de lo enfermo que está, y de que para recuperar su salud necesitará un contundente bofetón en la conciencia; o tal vez, una trompada inesperada y certera al equilibrio de su insensatez o bien, un derechazo que le dé un giro completo a su voluntad, a su estupida visión empotrada en el egoísmo. O tal vez, un fin.
I.P.
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