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lunes, 20 de enero de 2014

Cuento, CUENTO DEL MAR

Cuento del mar

El no era pescador, pero vivía al lado del mar en una casa hecha de hojas secas y ramas de palma. No abría ventanas porque no tenía, no tenía puerta, ni luz eléctrica, ni diario, ni vecinos. Había decidido hacía muchos años, vivir lejos de las ciudades y de las multitudes. Se llamaba Antonio. Era un hombre tranquilo, puntual y cauteloso como un cangrejo. Todos los días se levantaba a atizar el fuego para calentar el café que traía sin falta cada tres meses del pueblo más cercano. Una vez la taza en sus manos, y el corazón en el mar, se sentaba a esperar la salida del sol. Esto era para él, el momento más importante del día. La razón del "para qué" había nacido. Un día, postrado en su estera, la escuchó por primera vez. Una suave voz a lo lejos, una voz de mujer, insinuándose hermosa, cantaba una melodía en tonos bajos, poco audible, pero dulce y serena. Era inevitable no buscarla, acercarse y ver de dónde provenía. No daba con ella por más que caminaba y caminaba con los oídos atentos y los ojos escudriñándolo todo. Así pasaron varios días hasta que desistió. Pero un día, mientras servía su café, de espaldas al mar, sintió de nuevo aquella voz. Esta vez, muy cerca como un susurro al oído. Entre la sorpresa y el espanto, cayó sentado al lado del fuego mientras espabilaba sus ojos para enfocar la imagen. Una enorme luz, una claridad, un rayo agradable, le hicieron verlo todo como un horizonte nuevo. Frente a él, brillaba una figura estilizada y larga con piel de pez fantástico y cabellos de oro, todo brillaba en esa mujer, sus ojos, sus dientes, sus mejillas salpicadas con escarcha marina, sus manos blancas e iluminadas como estrellas. Era un cuerpo de mujer lleno de sensualidad, sus curvas terminaban justo en las rodillas que tenía juntas; de ese punto se formaba una aleta que completaba su increíble figura. Se miraron un breve momento, ella cantó, él cerró los ojos, imaginando que tal vez se trataba de un ángel del mar. Nada volvió a ser igual para Antonio. Ella desaparece. Aquella voz había llenado su ser y le había dejado en el corazón del alma un gozo indescriptible. La llamaría Iris, como el arco Iris que sale después que ella desaparece. Esperarla se convirtió para él en la razón de ser. No había nada en la vida, ni siquiera la salida del sol, que importara más que su sirena. Pero ella no estaba siempre, sólo aparecía cuando Antonio pensaba en sus días remotos. Antonio comenzó a dejar sus labores, un abuso de soledad le fue achacando el cuerpo. No comía y dormía muy poco. Siempre esperando. De vez en cuando creía escucharla y corría a llamarla. Sabía que ella le escuchaba y siempre le contestaba. Pasó el tiempo. Antonio y la sirena vivieron amaneceres en medio de la locura del placer. Día tras día se fundían en ese encuentro, de pez y ciudad, de branquias y boca, de agua salada y viento tibio. Dicen que un día les vieron alrededor del fuego bebiendo café. Dicen, los que pasan por aquella playa, que Antonio aprendió a nadar sin mojarse y que la sirena, Iris, cansada de estar sola, lo dejó ahogar.

Irma Perez (Colombia)


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