La verdad es que todos hemos querido alguna vez estar sentados en un trono, - llámese, el de un pensamiento, el de un corazón ajeno, el de una multitud, el de la verdad, el del tiempo o el del poder- mirar desde arriba, pedir sin gesto, ser escuchado nuestro ruido y de inmediato, ser llenada nuestra copa, lavada por otro. Pocos se salvan de ese demandante ego que, fisurado, siempre pierde el agua que recibe y nada satisface su sed de cuna. La verdad es que no hay verdad que pueda reparar lo insaciable, puesto que, quien se considera por encima del nivel del mar y de todas las cabezas, está condenado a vivir la soledad de su trono en su propio castillo de arena y a ser dueño absoluto de su infeliz corona. A menos que..., un día, tenga la suerte de que un pájaro baje y, de frente, le otorgue la gracia de llenarlo con una sola mirada de sus ojos.
I.P.
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